El resplandor de los relámpagos
Dormía, Dorotea seguía plácida su siesta y luego de
acomodar todo para hacer la perfecta escena e inicio de su vida, fue directo a
su habitación. El trueno hizo eco en toda la casa cuando abrió la puerta. El
cielo debía ser uno de sus grandes admiradores para darle semejante banda
sonora a su mayor acto artístico. Él, se acercó a la cama con el cincel en mano
y la contempló dormida. Años odiándola en secreto, sufriendo sus humillaciones,
siendo menos por no llevar su sangre, por ser “el hijo de la otra”. Pero ya no
podía más.
Quedaron solos en la casa y tomó la decisión final. En el piso de damero estaban sus sueños rotos, aquellos que ella había destruido. Sus juegos de naipes, sus trucos de magia, sus aspiraciones al arte, hasta sus vestimentas de bailarín. Y ahí, sin que nadie pudiera verlo, también estaba su dignidad, una que pensaba recuperar ahora mismo.
Tenía su delantal manchado de pintura puesto, la boina que
ella odiaba y el cincel y martillo en mano para atravesarle el corazón. Calculó
la distancia y lo clavó justo cuando el rayo iluminó el cielo. Años ella había
sido la tormenta, las nubes densas, los truenos y él, era eso, un relámpago
intentando hacerse notar, resplandeciendo un instante para que ella lo opacara
siempre. Todo eso estaba a punto de acabar.
Ella despertó dando una bocanada de aire y martilló más
fuerte. La mano de la mujer se aferró a su delantal y volvió a machacar una y
otra y otra vez hasta que lo hundió y lo perdió entre su costillar.
Estaba agitado, con la adrenalina fluyendo por sus venas,
con los ojos bien abiertos y las manchas de sangre por la cara, el delantal y
toda la cama. La mano de ella lo había soltado hacia rato y ahora, caía por el
borde de la cama sin vida. Sus ojos quedaron abiertos y su boca chorreando
sangre. Nada de eso le importó. Tiró el martillo a un lado y la levantó de la
cama, justo a donde había dejado todo. El piso de damero era una combinación
perfecta con su camisón rojo brillante, justo a tono del color de su sombrero.
La acomodó en el suelo y le sacó una foto. Tenía una polaroid, así que esperó a
que saliera impresa y vio la fotografía con una sonrisa. Dejó la cámara a sus
pies y la foto de pie, junto a su sombrero: era un escenario perfecto.
Subió a su habitación a cambiarse y quitarse la sangre. La
satisfacción que tenía era única, vibrante: ahora comenzaba su allegro. Agarró
la mochila que ya tenía preparada desde antes y salió de la casa. La tormenta
ya había cesado, la calma regresaba, su vida comenzaba…
Muy buena.
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