Prueba de valor
Prueba de valor |
Parte de la casa se estaba desarmando. Como si las partes tuvieran vida propia, iban danzando en círculos y tomando forma de alguien parte por parte y de forma perfecta: era Renato, un esqueleto, que acababa de despertarse de su sueño. Se estiró haciendo crujir sus huesos y detectando de que uno de ellos estaba en el lugar equivocado cuando su mano cayó al suelo.
—Debes dejar de dormir de esa manera —dijo una voz que salía de la ventana… más bien, era la ventana la que estaba hablándole— ¿desde cuándo los muertos duermen?
—¿Acaso crees que debemos soportarlos a ustedes todo el día? Es nuestro momento de desconexión —le explicó Renato buscando el sombrero que había dejado en la hamaca. Se lo colocó y bajó las escaleras y en la entrada de la casa, estaban tres mujeres (tres esqueletos igual que él) con bikinis y pamelas de colores tomando el sol de la mañana. Y a unos cincuenta metros de ella, se sentían voces y risas, no eran nada más ni nada menos que Ernesto, Pascual y María, que habían encontrado la forma de divertirse nuevamente.
Ernesto había atado una soga a la chimenea y el otro extremo iba hasta la columna que tenía el buzón de cartas, en bajada. Así, los tres se estaban lanzando como si fuera una tirolesa. Pascual se lanzó y se estrelló con la columna, salpicando huesos por todos lados y volando un par de falanges al sombrero de Renato.
—¡Tengan más cuidado! Arruinan mi estilo —se quejó sacudiendo el sombrero. Luego, abrió las rejas y salió hasta el árbol donde había unas macetas con manos humanas que eran cubiertas poco a poco por una Santa Rita fucsia. Vio las flores y se sintió pletórico sentándose a contemplarlas sobre una de las raíces que sobresalía del suelo.
Era un día casi normal en la casa, todo tenía la misma vida de siempre. Los ronquidos de la ventana, el monólogo de la encimera de la cocina y una tierna melodía en el piano que el hechicero tocaba. A su lado, apoyada en la caja de resonancia, con una palidez sepulcral y la piel pegada a los huesos como si estuviera a nada de descomponerse, ella lo escuchaba tocar el piano. Incluso el sonido parecía capaz de desarmarla, pero estaba a su lado, sonriendo.
—Pronto llegaran —dijo el hechicero haciendo silencio un momento.
Ella volteó y la cortina se corrió sola dejándola ver a través de la ventana. Dos personas se acercaban por el camino de tierra con una calabaza en sus manos. Más o menos, deberían tener unos dieciséis o diecisiete años.
—Podría ser más de uno al año esta vez —dijo el hechicero y puso unas hojas en el atril con una nueva canción.
Beethoven los iba a hipnotizar. Así, la música sonó y atravesó las paredes y todo quedó en silencio. Los esqueletos estaban inmóviles en la postura en la que habían quedado antes y todo parecía haber perdido su magia y vida.
—Qué tétrica decoración —dijo uno de los muchachos frente a la puerta.
—Es lo de menos. Consigamos algo del interior de la casa y regresemos —respondió dándole la calabaza a su compañero. Subió los escalones que rechinaron de manera estridente y le pusieron los pelos de punta. Su compañero no quería subir, intentaba convencerlo de regresar de alguna manera, pero él estaba dispuesto a cumplir con la prueba.
Se contaba en el pueblo que la casa estaba maldita y que para poder llevarse algo de la casa sin ser maldecidos también, debían dejar una calabaza en la cocina. Era la famosa prueba de valor que nadie quería realizar. Pero ellos cambiarían la historia de una buena vez por todas.
Ignorando el miedo de su compañero, Ricardo lo agarró del brazo y lo jaló hacia el interior de la casa. Una gran ventisca de polvo se levantó cuando abrieron la puerta, les causó tos a ambos tomándose un momento para recuperarse y seguir con su camino hacia la cocina.
Ricardo sacó una linterna y fue marcando el paso a su amigo de a poco. El piso hacia un sonido tétrico al pisarlo, digno de una película de terror. Mientras Daniel, su amigo, iba mirando por encima de su hombro con la sensación de que algo los estaba siguiendo.
Llegaron al final del pasillo y encontraron unas escaleras caracol y una puerta hacia su derecha. Ricardo estiró la mano para entrar, pero la perilla se giró sola y la puerta se abrió, así, al entrar, una linterna a alcohol se encendió y alumbró toda la habitación.
—Por favor, salgamos de aquí —suplicó Daniel con un temblor muy fuerte en su voz, haciéndolo tartamudear.
—Casi lo logramos, no nos vamos a ir malditos de aquí —lo animó Ricardo. Y lo empujó dentro de la sala. Era el comedor y a unos diez metros, estaba la cocina.
Ricardo llevó a Daniel hasta ahí cuando una de las tablas del suelo se levantó e hizo tropezar a Daniel. La calabaza se escapó de sus manos y rodó por el suelo. Afortunadamente no se había dañado ni partido.
—¡Idiota! ¿Cómo te vas a tropezar con el aire?
—No, una tabla… —se cortó mirando el suelo llano una vez más. No había nada que sobresaliera.
—No importa. Elige algo, hay que probará que estuvimos aquí —dijo Ricardo acercándose a una vitrina donde estaba la vajilla.
Así, ninguno se concentró en lo que sucedía en la cocina, mientras las maderas del piso se desprendían y se unían a un tronco, formando sus piernas y brazos. Por último, un cuchillo salió del cajón e hizo unos agujeros en la calabaza formando los ojos y una sonrisa. El muñeco de tablones que se había formado antes agarró la calabaza y la puso en la parte superior como si fuera su cabeza.
—Es hora de comenzar —dijo moviendo los labios en pico y luego, ladeó su cabeza comprobando que todo estaba en orden.
El muñeco de calabaza salió de la cocina y agarró a Daniel por la espalda. La madera se había roto en varios listones formando sus dedos, clavándolos en los hombros del muchacho y levantándolo del suelo, aterrado y gritando. La boca de la calabaza se abrió hasta que la cabeza de Daniel entró en su boca y entonces, la cerró y cortó su cuello como si fuera una guillotina. La sangre escurrió y salpicó en varias direcciones, entonces, las velas que había en las paredes a medio consumir se encendieron iluminando la escena completa.
Ricardo retrocedió sin poder hablar hasta golpearse con la pared. Miró alrededor buscando escapar, sin éxito. El empapelado de la pared se levantó en tiras y lo apresó, envolviéndolo cual momia dejando solo su cabeza al descubierto. Así, vio como la calabaza drenó la sangre del cuerpo de su compañero y cuando no quedó nada en él. Fue cuando soltó el cuerpo y caminó chirriando los pies de madera hasta que llegó a Ricardo. Como si tuviera vida propia, el empapelado se estiró sosteniéndolo a la altura de los brazos de aquel ser y en cuanto lo recibió, el papel se retrajo y volvió a su sitio original, como si nunca hubiese sucedido nada.
Ricardo encontró la muerte sin poder hacer nada más que gritar. Y en cuanto su cuerpo quedó en el mismo estado que el de su amigo, la calabaza lo tiró al suelo. Corrió la mesa y descubrió un circulo mágico debajo de ella y ahí, en el centro, se paró y clavó los pies en él. La sangre empezó a descender de la cabeza de la calabaza hacia sus pies y pasó por todo el circulo mágico y fue iluminando poco a poco la casa. Partículas de luz se fueron elevando del suelo de a poco e inyectándose en todos los objetos y seres de la casa y fuera de ella. La magia alcanzaba hasta un kilometro alrededor. Así mismo, la mujer en los huesos que estaba en la habitación del piano, fue recobrando más una apariencia humana y sana. Su cabello blanco y pajoso volvió a tomar color rojo vibrante, sus labios se formaron y su cuerpo cobró forma gracias a los músculos que volvían a aparecer. La casa entera brilló en tonos rojos durante unos cinco minutos, hasta que la calabaza se deshizo y cayeron sólo unas semillas al suelo. Los tablones se separaron y volvieron al lugar donde estaban antes en la cocina.
Los esqueletos se movieron de nuevo, las risas colmaron la casa. El monólogo de la cocina se repitió una vez más. La biblioteca abrió un libro y lo hizo cobrar vida en la sala de estar. Algunos otros esqueletos fueron a desenterrar muertos y a traerlos a disfrutar de la noche mientras el hechicero le daba un beso a la mujer al lado del piano y volvía a tocar una canción.
Renato se estiró y entró a la casa donde y fue a donde estaban las semillas de calabaza.
—Este año son varias ¡Vamos a jugar lotería! —dijo ilusionado y fue a buscar el juego mientras María y Pascual armaban las mesas afuera y el jolgorio no daba tregua.
La maldición de la casa no los iba a separar. Una ofrenda al año era suficiente, con dos, estaban colmados. El hechicero y su amada vivirían un poco más. Los muertos y la casa se divertirían mientras pudieran.
La magia no se iba a esfumar.
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