Soñando uno de tus sueños

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Diosa


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—El mal debe morir—, era una de las afirmaciones de él. Saitou era un hombre de principios, que se comprometía con ellos no sólo en su trabajo, en su modo de vida también. Y ella lo aceptaba.

Cuando llegaba a la casa, ella salía a recibirlo alegre e impaciente. Verán, Tokio-san siempre está a la espera de él. Cada día por la mañana, ella se levanta temprano y me echa de la cocina para ser ella quién prepare el desayuno. Luego, se sienta a su lado y comparten la comida con una charla que es más monólogo de parte de ella. Aún así, se puede ver una sonrisa sincera en el rostro de Saitou. Él ama escuchar la voz de su esposa al despertar, seguirla con la mirada y quedarse a su lado. Aunque sea sólo eso.

Tokio-san siempre lo despide en la puerta con una sonrisa, pero la mirada oscurece cuando él desaparece de su campo de visión. No sé si Saitou alguna vez volteó a verla y a comprobar esa expresión que provoca en ella. Sé que ella se queda ahí un rato, respira de manera sonora y fuerte y cierra los ojos, tomándose unos minutos para espantar el fantasma de la muerte y dejarlo fuera de la casa.

Tiene varios pasatiempos mientras él no está. En los últimos días, se ha dedicado a coser los uniformes de Saitou. Luego junta flores y prepara arreglos por toda la casa que terminan dejando un perfume dulce que tapa el olor a cigarrillo hasta que él regresa y el perfume de las flores se mezcla en una fragancia extraña. Tokio-san nunca se ha quejado de eso, hasta pareciera que le gusta sentir el olor del tabaco sólo porque es la confirmación empírica de que él está ahí.

Cuando tiene que viajar, a veces, ella misma deja encendido el cigarrillo en el cenicero para extrañarlo menos. Y a veces, sólo queda impaciente rezando y mirando la puerta, esperando que se abra. Su mayor miedo es ese: que no regrese. Nunca ha dudado de sus capacidades, nunca lo haría. Pero ella sabe que es tan humano como ella y que podría morir en la batalla o por mil razones más. No quiere pensar demasiado en las posibilidades, pero sabe que existen. La incertidumbre siempre la consume, pero lo disimula.

Lo cierto es que cuando él regresa a la casa, Tokio-san parece resplandecer. Ella sabe que el incierto destino del guerrero es algo que la afecta a ella, pero tienes sus momentos donde pareciera que todo es alegría. Y así, vive sus días con una felicidad intermitente.

Sin embargo, hay momentos donde él regresa cubierto de sangre propia o ajena. Y aunque su perfil se deforme por el miedo, no deja de ser hermoso. Saitou se deja atender por ella, con sus manos temblorosas, los ojos acuosos y el corazón latiéndole en los oídos. Hay un momento de silencio entre los dos antes de que él escuche sus regaños. Y atiende a todos y cada uno de ellos sin poner ninguna objeción. Él entiende sus preocupaciones; ella su trabajo. Los dos saben que es la vida que les ha tocado vivir. Ninguno pide cambiar nada. Ni ella le pedirá que deje el trabajo ni él le dirá que se vaya y busque un esposo mejor. No, lo soportaran entre los dos. Aunque tiemblen con la premonición de que un día abran los ojos y el otro no esté, seguirán ahí porque quieren, porque se aman a su muy extraña forma.

Ella lo abraza después de eso. Saitou se consuela en su cuerpo. El calor ardiente de su diosa lo envuelve y lo calma. Respira el perfume del azahar que hay en su ropa y en su cuerpo, a su vez, mezclado con el olor a tabaco que despide él. Se siente bien. Ella acaricia su cabeza con dulzura y él cierra los ojos, sumergido en el abrazo para no ver nada, para espantar fantasmas que él ha creado con sus propias manos. Se permite ser vulnerable ahí, sólo para volver a ser el implacable lobo fuera.

Hay ocasiones donde Saitou se duerme en brazos de Tokio-san. Hoy es uno de esos días. Después de curar las heridas de su cuerpo y parchar las que lleva en el alma, él descansa. Sin pedirlo con palabras, ella concede su único deseo: el de darle paz.

Saitou lucha a diario para conseguir su ideal de paz. Aniquila a todo aquel que pueda causar daño y aunque no lo consigue, en ese pequeño habitáculo que comparte con su esposa, lo alcanza. Él desea expandir esa sensación fuera de esas cuatro paredes y protegerla. Aunque por ahora, sólo pueda velar por ella.

Al día siguiente, todo vuelve a la normalidad. Él vuelve a su trabajo, aunque ella insiste que se tome unos días para recuperarse. Él asegura ser más fuerte que sus heridas. Entonces, los dos desayunan juntos, conversan un poco antes de despedirse en la puerta. Ella le pedirá que se cuide y que no se esfuerce. Él sólo le promete que volverá como cada día y le pide que haga soba para cenar.

Ella sonríe y él, a su manera la atesora. Sabe que jamás habrá otra mujer tan gentil como ella, que sepa reponer sus pedazos y juntarlos en un solo abrazo.

Los dos enloquecen con las ideas que golpean con violenta pasión su preciada paz. Corrompen sus sentimientos con la ansiedad mientras están lejos, pero al verse, todo desaparece. El consuelo en la mirada del otro es notorio y reconfortante. Saben que mientras tengan eso, mientras exista ese mañana para repetir su rutina y calmar sus ansias, su vida será preciosa.

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