La ciudad de los muertos
Era un rumor, era sólo un decir, de esas leyendas que se crean entre la gente. Los citadinos dicen que surgen por ignorancia, porque es gente que en su mayoría, nació en el campo y murió en el campo, sin posibilidad de acceder a una prestigiosa educación como los citadinos.
Solía pensar de la misma forma. Y me sorprendí a mí mismo cuando me di cuenta de lo equivocado que estaba. Dicen que la necesidad tiene cara de hereje. Yo me sentí el peor de todos cuando la desesperación o quién sabe, la depresión me llevó a creer en lo increíble.
—Al atardecer, cuando vayas por la ruta 38, mira al sol, los rayos que caen en la cañada, al oeste se encuentra las ciudades de los muertos —me lo dijo una adivina, una semana antes de que ella muriera.
Habíamos ido a la adivina sólo por insistencia de ella. Loca del horóscopo, del destino y de los que leían la suerte, me convenció de entrar. Y entré. La tomé de loca y charlatana cuando me dijo eso, cuando vi la seriedad en sus ojos como si estuviera diciendo algo tan certero como posible ¿Ciudad de los muertos? Tonterías, puras tonterías.
Y hoy me encuentro lleno de tierra, habiendo removido la tumba de ella para llevarla a la dichosa ciudad.
Ciudad de los muertos. Voy a la ciudad de los muertos con un cadáver en el asiento trasero del auto. Si no estoy loco y desesperado, no sé qué es lo que estoy haciendo. Sé que ya estoy lejos de todo límite posible. Ya superé mis expectativas, las de todos. La locura, el sufrimiento y el hastío. Sólo me queda esto: un mito. Un mito es todo lo que tengo para aferrarme y estoy deseando que sea cierto aunque siento el miedo correr por mi sangre por si esto es otra tontería. Llegaré, total, el camino ya está trazado.
Me detengo en la ruta 38, justo en el kilómetro que la adivina me dijo y me quedo mirando el sol hasta que casi se pone. Como si fuera algo imposible, unas luces de colores se ven en la cañada, marcando el camino.
Me meto en el auto y me salgo de la ruta. Ya no es camino para mí, las luces me indicaran cómo llegar hasta allí. Y las sigo sin dudarlo ni una sola vez. No necesito más que este estúpido presentimiento de que todo va a salir bien, sea porque lo deseo mucho o porque tiene que salir bien, porque es mi manotazo de ahogado.
Sigo las instrucciones de la adivina. Todo al pie de la letra, lo he llevado escrito para no perder detalle alguno de ello. Hago el pozo y la vuelvo a enterrar.
Me siento a esperar a que suceda.
Y espero.
Y espero.
Y espero.
Me come la impaciencia. Tengo un nudo en la boca del estómago. Me siento un imbécil. Creer en cuentos chinos. Estaba sucio, lleno de tierra, sintiendo que había enterrado el corazón por segunda vez en mi vida, esperando que algo sucediera frente a la nueva tumba que había hecho.
No lloré. No podía. Mis lagrimales estaban secos. Pero aún tenía algo de esperanzas que hacía que me quedase ahí. Algo en mi decía que era un engaño pero me negaba a creerme engañado todavía. Una tozudez innecesaria y estúpida, por supuesto, como la tienen todos los que han perdido algo que no pueden recuperar.
—Lamento que no estés más cómoda —le dije a la nada. Ya llevaba cuatro días allí. Pero esperaría uno más, por si las dudas... Pero me puse de pie, sería una nueva decepción. Ya rendido, me iba a volver al auto. Caminé mirando el arrebol en el cielo y me caí al suelo. Hubiese jurado que alguien me tomó del pie. Volteé a mirar y vi una mano sujetando mi tobillo. Había una mano que emergía de la tierra y me sujetaba con fuerza, haciéndome caer, sucia, con tierra en las uñas y la piel escamosa y fría por la tierra seca que se había pegado a ella.
Me quise poner de pie y me arrastró con más fuerza y emergió una segunda mano llevándome a rastras por el suelo. Mi cuerpo comenzó a hundirse en la tierra. Debía tener miedo, aunque a esta altura, tenía tal mezcla de sentimientos y tan revuelto todo que no sabía qué es lo que debía hacer ni qué es lo que debía sentir. Estaba loco, probablemente.
Mi cuerpo se hundió por completo en la tierra. Cerré los ojos para que el polvillo no me entrase y me contuve de gritar. Estaba solo, por mucho que quisiera, no iba a poder pedir ayuda de nadie: estaba condenado a ser enterrado vivo.
Caí al suelo, dándome un terrible golpe. La espalda me quedó a la miseria por eso. El frío y la solidez de la tierra y las piedras me fueron raspando la piel, lo sentí mucho más en la cara y en las manos que al menos, tenía la ropa que me cubría, pero allí no.
Abrí los ojos. Sentía el ruido de la hierba agitarse por los pasos de alguien. Tenía miedo, no había tenido miedo antes, pero ver lo que me estaba esperando debajo de la tierra me parecía una locura de la que no sabía qué esperar.
Los colores fueron los que se clavaron en mí mirar. Todo era demasiado alegre, demasiado excéntrico y brillantes. Verdes, amarillos, rojos por aquí y por allá. Hasta el cielo tenía un tono morado, casi mezclado entre el amarillo y el verde. La hierba, la tierra, todo, absolutamente todo tenía un color que no tendría normalmente.
—Bienvenido a la ciudad de los muertos —me atacó una horda de niños que cantaban casi gritando aquellas palabras. Me tomaron de la mano casi al trote llevándome por un camino de adoquines verdes que iban cambiando de color al ser pisados, volviéndose naranjas. Y ya creía que estaba al límite de mi cordura, quizás, alucinaba. Qué sé yo. A esta altura, me queda dudar de todo.
Al final, llegué a una choza roída donde los niños se perdieron y la vi a ella: estaba viva o muerta, tecnicismos ¿Qué más da? Estaba que era lo único que realmente me importaba. El vestido blanco que llevaba se camuflaba con la palidez que la muerte le había dado. Pero ahí estaba, de pie, sonriendo, extendiendo la mano para que la tomara y la acompañara a visitar la ciudad.
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